Debajo de todo, la nueva exposición de Raquel Lobo (Llanes, 1992), es un viraje que desplaza su práctica desde la contemplación exterior hacia una exploración interior, íntima y radical. Si antes su obra gravitaba en torno a la observación de lo externo, ahora se adentra en la penumbra de lo interno: en las fisuras, en el subsuelo, en los pliegues donde la luz del sol no alcanza. Esta serie es un descenso hacia ese lugar donde se gesta lo informe, lo oculto, lo esencial. Una rendija se abre y nos precipita a lo más profundo: allí donde habita lo que aún no tiene forma, pero que nos modela desde dentro.
Con esta serie, Lobo construye una cartografía simbólica, tejida desde el cuerpo, la memoria, las promesas selladas y las traiciones silenciadas. Entrelazando su historia hilo a hilo, Raquel Lobo convoca una leyenda ancestral —la de los mouros— para hacerla resonar desde el presente. Criaturas de la tradición astur y gallega, habitantes del subsuelo, forjadores de enigmas y guardianes de tesoros, los mouros emergen aquí como figuras liminares que ofrecen oro a cambio de carne. Ese trato, que asegura el brillo a cambio de una herida, encarna la tensión central de la serie: un cuerpo atravesado por lo que cede, por lo que entrega, por lo que pierde para poder continuar. El mito, reescrito por Lobo, se convierte así en alegoría de las cesiones invisibles que a veces impone la supervivencia: ¿cuánto de nosotras se ofrece en nombre de lo que brilla?
Ese oro —material y símbolo en el corazón de esta serie— no representa riqueza, sino deuda. No es fulgor, sino herida. No adorna, revela. En la obra de Lobo, el color se transforma en lenguaje ritual: cada hebra susurra una forma de memoria, una tentativa de sostener lo que amenaza con disolverse. Los tapices que conforman Debajo de todo no cubren: desvelan. Son piel que se ha vuelto umbral, superficie atravesada por la pérdida, el sacrificio, la posibilidad latente de transformación.
En esta constelación simbólica resuena, el eco de los paños dorados, esos textiles funerarios que envolvían a los cuerpos nobles en su tránsito final. Pero aquí no hay nobleza ni ceremonia: hay carne viva, hay caída, hay un descenso hacia lo interno. El cuerpo, dorado, no se eleva: se expone. No se sublima: se entrega como rastro de una traición.
El dorado, lejos de clausurar como en la tradición litúrgica, actúa como apertura. No sella, rasga. Estos tapices no contienen un final, sino un proceso de recomposición. Cuando el cuerpo colapsa, cuando se rompe el pacto, cuando la narración ya no sostiene, se vislumbra otra vía: la de tejer una forma que aún no existe. Tejer aquí no es sólo ordenar, es crear un conjuro. Es un acto de resistencia que habla desde las ruinas y abraza lo fragmentado como fuente de sentido.
Debajo de todo nos convoca a una ceremonia sin altar, a un rito sin liturgia, a un descenso sin promesas de ascenso. Nos enfrenta a un paisaje donde la belleza no surge de lo intacto, sino de lo vulnerado. Donde el oro no significa riqueza, sino testimonio: lo que queda cuando todo ha sido atravesado.
Ainhoa Janices Estraviz